He aprendido a base de caidas, de golpes, de dolor pero aprendí a superar baches que muchos no podrían. Aprendí a levantar tras una caída y mirar a los que me tiraron a la cara con la cabeza bien alta y darles un pequeño empujón y si no caen hoy ya caerán, que donde las dan las toman.
Creía que las personas eran buenas, pero luego miré mi espalda y tenía quince puñaladas, una por cada uno de ellos. Caí lentamente, dolorosamente... intenté quitarlas y conseguí sacar catorce que sangraron pero aún podía vivir. Entonces, intenté sacar la décimoquinta, sólo la moví un poco, dos milímetros y sangró más que ninguna, dolía demasiado... luché por quitarla pero estaba demasiado clavada, entonces sin quererlo la hundí aún más entre mis órganos, atravesó algunos importantes y pasó mucho tiempo....
Un día, cuando estaba ya incrustada en mi piel, en mi cuerpo, cuando ya era una parte más de mí aparecieron tres personas y entre las tres tiraron suavemente, curando cada milimetro de la herida que empezaba a sangrar. La hemorragia paró, los órganos seguían heridos y sus cicatrices cada día se notaban menos, pero de vez en cuando la herída se abría...
Ésta pequeña protagonista, al cicatrizar, juró que miraría siempre su espalda y cuidaría la de esas personas que la salvaron. Después de cuatro años, casi cinco, la herida sanó del todo gracias a otra persona que se preocupó, no por las heridas, sino por las cicatrices psicológicas. Trás seis meses hablando, riendo y formando una amistad hizo cirugía estética en las cicatrices y desaparecieron para siempre.
La espalda, sigue con cicatrices pero siempre cumplirá su promesa. Sólo hay quince, y moriré con quince.
Gracias a esas cuatro personas que no hace falta ni nombrar, ellos saben quienes son.
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